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Parte del primer cap de 1984 (Dom público)

created Jul 5th 2023, 19:42 by LuisAdr


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Era un día luminoso y frío de abril y los relojes daban las trece. Winston
Smith, con la barbilla clavada en el pecho en su esfuerzo por burlar el molestísimo
viento, se deslizó rápidamente por entre las puertas de cristal de las Casas de la
Victoria, aunque no con la suficiente rapidez para evitar que una ráfaga polvorienta
se colara con él.
 
El vestíbulo olía a legumbres cocidas y a esteras viejas. Al fondo, un cartel de
colores, demasiado grande para hallarse en un interior, estaba pegado a la pared.
Representaba sólo un enorme rostro de más de un metro de anchura: la cara de un
hombre de unos cuarenta y cinco años con un gran bigote negro y facciones
hermosas y endurecidas. Winston se dirigió hacia las escaleras. Era inútil intentar
subir en el ascensor. No funcionaba con frecuencia y en esta época la corriente se
cortaba durante las horas de día. Esto era parte de las restricciones con que se
preparaba la Semana del Odio. Winston tenía que subir a un séptimo piso. Con sus
treinta y nueve años y una úlcera de varices por encima del tobillo derecho, subió
lentamente, descansando varias veces. En cada descansillo, frente a la puerta del
ascensor, el cartelón del enorme rostro miraba desde el muro. Era uno de esos
dibujos realizados de tal manera que los ojos le siguen a uno adondequiera que
esté. EL GRAN HERMANO TE VIGILA, decían las palabras al pie.
 
Dentro del piso una voz llena leía una lista de números que tenían algo que
ver con la producción de lingotes de hierro. La voz salía de una placa oblonga de
metal, una especie de espejo empeñado, que formaba parte de la superficie de la
pared situada a la derecha. Winston hizo funcionar su regulador y la voz
disminuyó de volumen aunque las palabras seguían distinguiéndose. El
instrumento (llamado teidoatítalia) podía ser amortiguado, pero no había manera
de cerrarlo del todo. Winston fue hacia la ventana: una figura pequeña y frágil
cuya delgadez resultaba realzada por el «mono» azul, uniforme del Partido. Tenía
el cabello muy rubio, una cara sanguínea y la piel embastecida por un jabón malo,
las romas hojas de afeitar y el frío de un invierno que acababa de terminar.
 
Afuera, incluso a través de los ventanales cerrados, el mundo parecía frío.
Calle abajo se formaban pequeños torbellinos de viento y polvo; los papeles rotos
subían en espirales y, aunque el sol lucía y el cielo estaba intensamente azul, nada
parecía tener color a no ser los carteles pegados por todas partes. La cara de los
bigotes negros miraba desde todas las esquinas que dominaban la circulación. En
la casa de enfrente había uno de estos cartelones. EL GRAN HERMANO TE VIGILA, decían las grandes letras, mientras los sombríos ojos miraban fijamente a los de Winston. En la calle, en línea vertical con aquél, había otro cartel roto por un
pico, que flameaba espasmódicamente azotado por el viento, descubriendo y
cubriendo alternativamente una sola palabra: INGSOC. A lo lejos, un autogiro
pasaba entre los tejados, se quedaba un instante colgado en el aire y luego se
lanzaba otra vez en un vuelo curvo. Era de la patrulla de policía encargada de
vigilar a la gente a través de los balcones y ventanas. Sin embargo, las patrullas
eran lo de menos. Lo que importaba verdaderamente era la Policía del
Pensamiento.  
 
A la espalda de Winston, la voz de la telepantalla seguía murmurando datos
sobre el hierro y el cumplimiento del noveno Plan Trienal. La telepantalla recibía y
transmitía simultáneamente. Cualquier sonido que hiciera Winston superior a un
susurro, era captado por el aparato. Además, mientras permaneciera dentro del
radio de visión de la placa de metal, podía ser visto a la vez que oído. Por
supuesto, no había manera de saber si le contemplaban a uno en un momento
dado. Lo único posible era figurarse la frecuencia y el plan que empleaba la Policía
del Pensamiento para controlar un hilo privado. Incluso se concebía que los
vigilaran a todos a la vez. Pero, desde luego, podían intervenir su línea de usted
cada vez que se les antojara. Tenía usted que vivir —y en esto el hábito se convertía
en un instinto— con la seguridad de que cualquier sonido emitido por usted sería
registrado y escuchado por alguien y que, excepto en la oscuridad, todos sus
movimientos serían observados.  
 
Winston se mantuvo de espaldas a la telepantalla. Así era más seguro;
aunque, como él sabía muy bien, incluso una espalda podía ser reveladora. A un
kilómetro de distancia, el Ministerio de la Verdad, donde trabajaba Winston, se
elevaba inmenso y blanco sobre el sombrío paisaje. «Esto es Londres», pensó con
una sensación vaga de disgusto; Londres, principal ciudad de la Franja aérea 1, que
era a su vez la tercera de las provincias más pobladas de Oceanía. Trató de
exprimirse de la memoria algún recuerdo infantil que le dijera si Londres había
sido siempre así. ¿Hubo siempre estas vistas de decrépitas casas decimonónicas,
con los costados revestidos de madera, las ventanas tapadas con cartón, los techos
remendados con planchas de cinc acanalado y trozos sueltos de tapias de antiguos
jardines? ¿Y los lugares bombardeados, cuyos restos de yeso y cemento
revoloteaban pulverizados en el aire, y el césped amontonado, y los lugares donde
las bombas habían abierto claros de mayor extensión y habían surgido en ellos
sórdidas colonias de chozas de madera que parecían gallineros? Pero era inútil, no
podía recordar: nada le quedaba de su infancia excepto una serie de cuadros brillantemente iluminados y sin fondo, que en su mayoría le resultaban
ininteligibles.
 
El Ministerio de la Verdad —que en neolengua (La lengua oficial de Oceanía)
se le llamaba el Minver— era diferente, hasta un extremo asombroso, de cualquier
otro objeto que se presentara a la vista. Era una enorme estructura piramidal de
cemento armado blanco y reluciente, que se elevaba, terraza tras terraza, a unos
trescientos metros de altura. Desde donde Winston se hallaba, podían leerse,
adheridas sobre su blanca fachada en letras de elegante forma, las tres consignas
del Partido:  
 
LA GUERRA ES LA PAZ
LA LIBERTAD ES LA ESCLAVITUD
LA IGNORANCIA ES LA FUERZA
 
Se decía que el Ministerio de la Verdad tenía tres mil habitaciones sobre el
nivel del suelo y las correspondientes ramificaciones en el subsuelo. En Londres
sólo había otros tres edificios del mismo aspecto y tamaño. Éstos aplastaban de tal
manera la arquitectura de los alrededores que desde el techo de las Casas de la
Victoria se podían distinguir, a la vez, los cuatro edificios. En ellos estaban
instalados los cuatro Ministerios entre los cuales se dividía todo el sistema
gubernamental. El Ministerio de la Verdad, que se dedicaba a las noticias, a los
espectáculos, la educación y las bellas artes. El Ministerio de la Paz, para los
asuntos de guerra. El Ministerio del Amor, encargado de mantener la ley y el
orden. Y el Ministerio de la Abundancia, al que correspondían los asuntos
económicos. Sus nombres, en neolengua: Miniver, Minipax, Minimor y Minindantia.
 
El Ministerio del Amor era terrorífico. No tenía ventanas en absoluto.
Winston nunca había estado dentro del Minimor, ni siquiera se había acercado a
medio kilómetro de él. Era imposible entrar allí a no ser por un asunto oficial y en
ese caso había que pasar por un laberinto de caminos rodeados de alambre
espinoso, puertas de acero y ocultos nidos de ametralladoras. Incluso las calles que
conducían a sus salidas extremas, estaban muy vigiladas por guardias, con caras
de gorila y uniformes negros, armados con porras.  
 
Winston se volvió de pronto. Había adquirido su rostro instantáneamente la
expresión de tranquilo optimismo que era prudente llevar al enfrentarse con la telepantalla. Cruzó la habitación hacia la diminuta cocina. Por haber salido del
Ministerio a esta hora tuvo que renunciar a almorzar en la cantina y en seguida
comprobó que no le quedaban víveres en la cocina a no ser un mendrugo de pan
muy oscuro que debía guardar para el desayuno del día siguiente. Tomó de un
estante una botella de un líquido incoloro con una sencilla etiqueta que decía:
Ginebra de la Victoria. Aquello olía a medicina, algo así como el espíritu de arroz
chino. Winston se sirvió una tacita, se preparó los nervios para el choque, y se lo
tragó de un golpe como si se lo hubieran recetado.  
 
Al momento, se le volvió roja la cara y los ojos empezaron a llorarle. Este
líquido era como ácido nítrico; además, al tragarlo, se tenía la misma sensación que
si le dieran a uno un golpe en la nuca con una porra de goma. Sin embargo, unos
segundos después, desaparecía la incandescencia del vientre y el mundo empezaba
a resultar más alegre. Winston sacó un cigarrillo de una cajetilla sobre la cual se
leía: Cigarrillos de la Victoria, y como lo tenía cogido verticalmente por distracción,
se le vació en el suelo. Con el próximo pitillo tuvo ya cuidado y el tabaco no se
salió. Volvió al cuarto de estar y se sentó ante una mesita situada a la izquierda de
la telepantalla. Del cajón sacó un portaplumas, un tintero y un grueso libro en
blanco de tamaño in—quarto, con el lomo rojo y cuyas tapas de cartón imitaban el
mármol.
 

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