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La invención de Morel
created May 11th 2021, 04:58 by LeTempsQuilFaut
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Hoy, en esta isla, ha ocurrido un milagro. El verano se adelantó. Puse la cama cerca de la pileta de natación y estuve bañándome, hasta muy tarde. Era imposible dormir. Dos o tres minutos afuera bastaban para convertir en sudor el agua que debía protegerme de la espantosa calma. A la madrugada me despertó un fonógrafo. No pude volver al museo, a buscar las cosas. Huí por las barrancas. Estoy en los bajos del sur, entre plantas acuáticas, indignado por los mosquitos, con el mar o sucios arroyos hasta la cintura, viendo que anticipé absurdamente mi huida. Creo que esa gente no vino a buscarme; tal vez no me hayan visto. Pero sigo mi destino; estoy desprovisto de todo, confinado al lugar más escaso, menos habitable de la isla; a pantanos que el mar suprime una vez por semana.
Escribo esto para dejar testimonio del adverso milagro. Si en pocos días no muero ahogado, o luchando por mi libertad, espero escribir la Defensa ante sobrevivientes y un Elogio de Malthus. Atacaré, en esas páginas, a los agotadores de las selvas y de los desiertos; demostraré que el mundo, con el perfeccionamiento de las policías, de los documentos, del periodismo, de la radiotelefonía, de las aduanas, hace irreparable cualquier error de la justicia, es un infierno unánime para los perseguidos. Hasta ahora no he podido escribir sino esta hoja que ayer no preveía. ¡Cómo hay de ocupaciones en la isla solitaria! ¡Qué insuperable es la dureza de la madera! ¡Cuánto más grande es el espacio que el pájaro movedizo!
Un italiano, que vendía alfombras en Calcuta, me dio la idea de venirme; dijo (en su lengua):
—Para un perseguido, para usted, sólo hay un lugar en el mundo, pero en ese lugar no se vive. Es una isla. Gente blanca estuvo construyendo, en 1924 más o menos, un museo, una capilla, una pileta de natación. Las obras están concluidas y abandonadas.
Lo interrumpí; quería su ayuda para el viaje. El mercader siguió:
—Ni los piratas chinos, ni el barco pintado de blanco del Instituto Rockefeller la tocan. Es el foco de una enfermedad, aún misteriosa, que mata de afuera para adentro. Caen las uñas, el pelo, se mueren la piel y las córneas de los ojos, y el cuerpo vive ocho, quince días. Los tripulantes de un vapor que había fondeado en la isla estaban despellejados, calvos, sin uñas —todos muertos—, cuando los encontró el crucero japonés Namura. El vapor fue hundido a cañonazos.
Pero tan horrible era mi vida que resolví partir… El italiano quiso disuadirme; logré que me ayudara.
Anoche, por centésima vez, me dormí en esta isla vacía… Viendo los edificios pensaba lo que habría costado traer esas piedras, lo fácil que hubiera sido levantar un horno de ladrillos. Me dormí tarde y la música y los gritos me despertaron a la madrugada. La vida de fugitivo me aligeró el sueño: estoy seguro de que no ha llegado ningún barco, ningún aeroplano, ningún dirigible. Sin embargo, de un momento a otro, en esta pesada noche de verano, los pajonales de la colina se han cubierto de gente que baila, que pasea y que se baña en la pileta, como veraneantes instalados desde hace tiempo en Los Teques o en Marienbad.
Desde los pantanos de las aguas mezcladas veo la parte alta de la colina, los veraneantes que habitan el museo. Por su aparición inexplicable podría suponer que son efectos del calor de anoche, en mi cerebro; pero aquí no hay alucinaciones ni imágenes: hay hombres verdaderos, por lo menos tan verdaderos como yo.
Están vestidos con trajes iguales a los que se llevaban hace pocos años: gracia que revela (me parece) una consumada frivolidad; sin embargo, debo reconocer que ahora es muy general admirarse con la magia del pasado inmediato.
Quién sabe por qué destino de condenado a muerte los miro, inevitablemente, a todas horas. Bailan entre los pajonales de la colina, ricos en víboras. Son inconscientes enemigos que, para oír Valencia y Té para dos —un fonógrafo poderosísimo los ha impuesto al ruido del viento y del mar— me privan de todo lo que me ha costado tanto trabajo y es indispensable para no morir, me arrinconan contra el mar en pantanos deletéreos.
En este juego de mirarlos hay peligro; como toda agrupación de hombres cultos han de tener escondido un camino de impresiones digitales y de cónsules que me remitirá, si me descubren, por unas cuantas ceremonias o trámites, al calabozo.
Exagero: miro con alguna fascinación —hace tanto que no veo gente— a estos abominables intrusos; pero sería imposible mirarlos a todas horas:
Primero: porque tengo mucho trabajo; el sitio es capaz de matar al isleño más hábil; acabo de llegar; estoy sin herramientas.
Segundo: por el peligro de que me sorprendan mirándolos o en la primera visita que hagan a esta zona; si quiero evitarlo debo construir guaridas ocultas en los matorrales.
Finalmente: porque hay dificultad material para verlos: están en lo alto de la colina y para quien los espía desde aquí son como gigantes fugaces; puedo verlos cuando se acercan a las barrancas.
Mi situación es deplorable. Me toca vivir en estos bajos en un momento en que las mareas suben más que nunca. Hace pocos días vino la más grande que he visto desde que estoy en la isla.
Cuando oscurece busco ramas y las cubro con hojas. No me extraña despertarme en el agua. La marea sube a eso de las siete de la mañana; a veces llega con adelanto. Pero una vez por semana hay subidas que pueden ser concluyentes. Hendiduras en el tronco de los árboles son la contabilidad de los días; un error me llenaría de agua los pulmones.
Siento con desagrado que este papel se transforma en testamento. Si debo resignarme a eso, he de procurar que mis afirmaciones puedan comprobarse; de modo que nadie, por encontrarme alguna vez sospechoso de falsedad, crea que miento al decir que me han condenado injustamente. Pondré este informe bajo la divisa de Leonardo —Ostinato rigore— e intentaré seguirla.
Creo que esta isla se llama Villings y que pertenece al archipiélago de las Ellice.[1] Del comerciante de alfombras Dalmacio Ombrellieri (Calle Hiderabad, 21, suburbio de Ramkrishnapur, Calcuta) podrán ustedes obtener más precisiones. Ese italiano me alimentó varios días que pasé enrollado en alfombras persas; después me cargó en la bodega de un buque. No lo comprometo, al recordarlo en este diario; no soy ingrato con él… La Defensa ante sobrevivientes no dejará dudas: como en la realidad, en la memoria de los hombres —donde a lo mejor está el cielo— Ombrellieri habrá sido caritativo con un prójimo injustamente perseguido y, hasta en el último recuerdo en que aparezca, lo tratarán con benevolencia.
Desembarqué en Rabaúl. Con una tarjeta del comerciante visité a un miembro de la sociedad más conocida de Sicilia; en el brillo metálico de la luna, en el humo de fábricas de conservas de mariscos, recibí las últimas instrucciones y un bote robado; remé exasperadamente, llegué a la isla (con una brújula que no entiendo; sin orientación; sin sombrero; enfermo; con alucinaciones); el bote encalló en las arenas del este (sin duda los arrecifes de coral que rodean la isla estaban sumergidos); me quedé en el bote, más de un día, perdido en episodios de aquel horror, olvidando que había llegado.
La vegetación de la isla es abundante. Plantas, pastos, flores de primavera, de verano, de otoño, de invierno, van siguiéndose con urgencia, con más urgencia en nacer que en morir, invadiendo unos el tiempo y la tierra de los otros, acumulándose inconteniblemente. En cambio, los árboles están enfermos; tienen las copas secas, los troncos vigorosamente brotados. Encuentro dos explicaciones: bien que las yerbas estén sacando la fuerza del suelo o bien que las raíces de los árboles hayan alcanzado la piedra. (El hecho de que los árboles nuevos estén sanos parece confirmar la segunda hipótesis.) Los árboles de la colina se endurecieron tanto que es imposible trabajarlos; tampoco puede conseguirse nada con los del bajo; los deshace la presión de los dedos y queda en la mano un aserrín pegajoso, unas astillas blandas.
En la parte alta de la isla, que tiene cuatro barrancas pastosas (hay rocas en las barrancas del oeste), están el museo, la capilla, la pileta de natación. Las tres construcciones son modernas, angulares, lisas, de piedra sin pulir. La piedra, como tantas veces, parece una mala imitación y no armoniza perfectamente con el estilo.
La capilla es una caja oblonga, chata (esto la hace parecer muy larga). La pileta de natación está bien construida, pero, como no excede el nivel del suelo, inevitablemente se llena de víboras, sapos, escuerzos e insectos acuáticos. El museo es un edificio grande, de tres pisos, sin techo visible, con un corredor al frente y otro más chico atrás, con una torre cilíndrica.
Lo encontré abierto; en seguida me instalé en él. Lo llamo museo porque así lo llamaba el mercader italiano. ¿Qué razones tenía? Quién sabe si él mismo las conoce. Podría ser un hotel espléndido, para unas cincuenta personas, o un sanatorio.
Tiene un hall con bibliotecas inagotables y deficientes: no hay más que novelas, poesía, teatro (si no se cuenta un librito —Belidor: Travaux-Le Moulin Perse-París, 1937—, que estaba sobre una repisa de mármol verde y ahora abulta un bolsillo de estos jirones de pantalón que llevo puestos. Lo tomé porque el nombre «Belidor» me pareció extraño y porque me pregunté si el capítulo «Moulin Perse» no explicaría ese molino que hay en los bajos). Recorrí los estantes buscando ayuda para ciertas investigaciones que el proceso interrumpió y que en la soledad de la isla traté de continuar. (Creo que perdemos la inmortalidad porque la resistencia a la muerte no ha evolucionado; sus perfeccionamientos insisten en la primera idea, rudimentaria: retener vivo todo el cuerpo. Sólo habría que buscar la conservación de lo que interesa a la conciencia.)
Escribo esto para dejar testimonio del adverso milagro. Si en pocos días no muero ahogado, o luchando por mi libertad, espero escribir la Defensa ante sobrevivientes y un Elogio de Malthus. Atacaré, en esas páginas, a los agotadores de las selvas y de los desiertos; demostraré que el mundo, con el perfeccionamiento de las policías, de los documentos, del periodismo, de la radiotelefonía, de las aduanas, hace irreparable cualquier error de la justicia, es un infierno unánime para los perseguidos. Hasta ahora no he podido escribir sino esta hoja que ayer no preveía. ¡Cómo hay de ocupaciones en la isla solitaria! ¡Qué insuperable es la dureza de la madera! ¡Cuánto más grande es el espacio que el pájaro movedizo!
Un italiano, que vendía alfombras en Calcuta, me dio la idea de venirme; dijo (en su lengua):
—Para un perseguido, para usted, sólo hay un lugar en el mundo, pero en ese lugar no se vive. Es una isla. Gente blanca estuvo construyendo, en 1924 más o menos, un museo, una capilla, una pileta de natación. Las obras están concluidas y abandonadas.
Lo interrumpí; quería su ayuda para el viaje. El mercader siguió:
—Ni los piratas chinos, ni el barco pintado de blanco del Instituto Rockefeller la tocan. Es el foco de una enfermedad, aún misteriosa, que mata de afuera para adentro. Caen las uñas, el pelo, se mueren la piel y las córneas de los ojos, y el cuerpo vive ocho, quince días. Los tripulantes de un vapor que había fondeado en la isla estaban despellejados, calvos, sin uñas —todos muertos—, cuando los encontró el crucero japonés Namura. El vapor fue hundido a cañonazos.
Pero tan horrible era mi vida que resolví partir… El italiano quiso disuadirme; logré que me ayudara.
Anoche, por centésima vez, me dormí en esta isla vacía… Viendo los edificios pensaba lo que habría costado traer esas piedras, lo fácil que hubiera sido levantar un horno de ladrillos. Me dormí tarde y la música y los gritos me despertaron a la madrugada. La vida de fugitivo me aligeró el sueño: estoy seguro de que no ha llegado ningún barco, ningún aeroplano, ningún dirigible. Sin embargo, de un momento a otro, en esta pesada noche de verano, los pajonales de la colina se han cubierto de gente que baila, que pasea y que se baña en la pileta, como veraneantes instalados desde hace tiempo en Los Teques o en Marienbad.
Desde los pantanos de las aguas mezcladas veo la parte alta de la colina, los veraneantes que habitan el museo. Por su aparición inexplicable podría suponer que son efectos del calor de anoche, en mi cerebro; pero aquí no hay alucinaciones ni imágenes: hay hombres verdaderos, por lo menos tan verdaderos como yo.
Están vestidos con trajes iguales a los que se llevaban hace pocos años: gracia que revela (me parece) una consumada frivolidad; sin embargo, debo reconocer que ahora es muy general admirarse con la magia del pasado inmediato.
Quién sabe por qué destino de condenado a muerte los miro, inevitablemente, a todas horas. Bailan entre los pajonales de la colina, ricos en víboras. Son inconscientes enemigos que, para oír Valencia y Té para dos —un fonógrafo poderosísimo los ha impuesto al ruido del viento y del mar— me privan de todo lo que me ha costado tanto trabajo y es indispensable para no morir, me arrinconan contra el mar en pantanos deletéreos.
En este juego de mirarlos hay peligro; como toda agrupación de hombres cultos han de tener escondido un camino de impresiones digitales y de cónsules que me remitirá, si me descubren, por unas cuantas ceremonias o trámites, al calabozo.
Exagero: miro con alguna fascinación —hace tanto que no veo gente— a estos abominables intrusos; pero sería imposible mirarlos a todas horas:
Primero: porque tengo mucho trabajo; el sitio es capaz de matar al isleño más hábil; acabo de llegar; estoy sin herramientas.
Segundo: por el peligro de que me sorprendan mirándolos o en la primera visita que hagan a esta zona; si quiero evitarlo debo construir guaridas ocultas en los matorrales.
Finalmente: porque hay dificultad material para verlos: están en lo alto de la colina y para quien los espía desde aquí son como gigantes fugaces; puedo verlos cuando se acercan a las barrancas.
Mi situación es deplorable. Me toca vivir en estos bajos en un momento en que las mareas suben más que nunca. Hace pocos días vino la más grande que he visto desde que estoy en la isla.
Cuando oscurece busco ramas y las cubro con hojas. No me extraña despertarme en el agua. La marea sube a eso de las siete de la mañana; a veces llega con adelanto. Pero una vez por semana hay subidas que pueden ser concluyentes. Hendiduras en el tronco de los árboles son la contabilidad de los días; un error me llenaría de agua los pulmones.
Siento con desagrado que este papel se transforma en testamento. Si debo resignarme a eso, he de procurar que mis afirmaciones puedan comprobarse; de modo que nadie, por encontrarme alguna vez sospechoso de falsedad, crea que miento al decir que me han condenado injustamente. Pondré este informe bajo la divisa de Leonardo —Ostinato rigore— e intentaré seguirla.
Creo que esta isla se llama Villings y que pertenece al archipiélago de las Ellice.[1] Del comerciante de alfombras Dalmacio Ombrellieri (Calle Hiderabad, 21, suburbio de Ramkrishnapur, Calcuta) podrán ustedes obtener más precisiones. Ese italiano me alimentó varios días que pasé enrollado en alfombras persas; después me cargó en la bodega de un buque. No lo comprometo, al recordarlo en este diario; no soy ingrato con él… La Defensa ante sobrevivientes no dejará dudas: como en la realidad, en la memoria de los hombres —donde a lo mejor está el cielo— Ombrellieri habrá sido caritativo con un prójimo injustamente perseguido y, hasta en el último recuerdo en que aparezca, lo tratarán con benevolencia.
Desembarqué en Rabaúl. Con una tarjeta del comerciante visité a un miembro de la sociedad más conocida de Sicilia; en el brillo metálico de la luna, en el humo de fábricas de conservas de mariscos, recibí las últimas instrucciones y un bote robado; remé exasperadamente, llegué a la isla (con una brújula que no entiendo; sin orientación; sin sombrero; enfermo; con alucinaciones); el bote encalló en las arenas del este (sin duda los arrecifes de coral que rodean la isla estaban sumergidos); me quedé en el bote, más de un día, perdido en episodios de aquel horror, olvidando que había llegado.
La vegetación de la isla es abundante. Plantas, pastos, flores de primavera, de verano, de otoño, de invierno, van siguiéndose con urgencia, con más urgencia en nacer que en morir, invadiendo unos el tiempo y la tierra de los otros, acumulándose inconteniblemente. En cambio, los árboles están enfermos; tienen las copas secas, los troncos vigorosamente brotados. Encuentro dos explicaciones: bien que las yerbas estén sacando la fuerza del suelo o bien que las raíces de los árboles hayan alcanzado la piedra. (El hecho de que los árboles nuevos estén sanos parece confirmar la segunda hipótesis.) Los árboles de la colina se endurecieron tanto que es imposible trabajarlos; tampoco puede conseguirse nada con los del bajo; los deshace la presión de los dedos y queda en la mano un aserrín pegajoso, unas astillas blandas.
En la parte alta de la isla, que tiene cuatro barrancas pastosas (hay rocas en las barrancas del oeste), están el museo, la capilla, la pileta de natación. Las tres construcciones son modernas, angulares, lisas, de piedra sin pulir. La piedra, como tantas veces, parece una mala imitación y no armoniza perfectamente con el estilo.
La capilla es una caja oblonga, chata (esto la hace parecer muy larga). La pileta de natación está bien construida, pero, como no excede el nivel del suelo, inevitablemente se llena de víboras, sapos, escuerzos e insectos acuáticos. El museo es un edificio grande, de tres pisos, sin techo visible, con un corredor al frente y otro más chico atrás, con una torre cilíndrica.
Lo encontré abierto; en seguida me instalé en él. Lo llamo museo porque así lo llamaba el mercader italiano. ¿Qué razones tenía? Quién sabe si él mismo las conoce. Podría ser un hotel espléndido, para unas cincuenta personas, o un sanatorio.
Tiene un hall con bibliotecas inagotables y deficientes: no hay más que novelas, poesía, teatro (si no se cuenta un librito —Belidor: Travaux-Le Moulin Perse-París, 1937—, que estaba sobre una repisa de mármol verde y ahora abulta un bolsillo de estos jirones de pantalón que llevo puestos. Lo tomé porque el nombre «Belidor» me pareció extraño y porque me pregunté si el capítulo «Moulin Perse» no explicaría ese molino que hay en los bajos). Recorrí los estantes buscando ayuda para ciertas investigaciones que el proceso interrumpió y que en la soledad de la isla traté de continuar. (Creo que perdemos la inmortalidad porque la resistencia a la muerte no ha evolucionado; sus perfeccionamientos insisten en la primera idea, rudimentaria: retener vivo todo el cuerpo. Sólo habría que buscar la conservación de lo que interesa a la conciencia.)
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